* frase sacada del manga Defense Devil
Ni siquiera sé cómo acabé siendo carcelero; tal vez fueron caprichos de la vida o una sucesión de mala suerte. Sea como sea, he pasado los últimos quince años de mi vida recorriendo estos mohosos y lúgubres pasillos, observando en silencio todos esos rostros condenados a muerte y escuchando los rezos vacíos a toda la corte celestial. No podía evitar sonreír mientras una desagradable acidez me recorría las venas. Una vez dentro de aquí, solo significaba que hasta Dios te había dado la espalda. La mayoría de los allí retenidos tendían a ser inocentes que no se podían pagar la libertad, algo así como pájaros con alas rotas. Tenían familia, trabajo, estudios y verdadera mala suerte, para que engañarnos. Más de una vez había pensado en brindarles la libertad que buscaban, pero no tenía el valor suficiente para afrontar el castigo que me deparaba. Era algo estúpido ya que no tenía nada que perder, pero aún así el pánico me era mejor consejero que el valor.
Hoy llegó un nuevo rehén, un chico no mayor de veinte años. A diferencia del resto, él no lloraba, ni gritaba o pataleaba como un niño pequeño; él estaba en silencio, impasible, afrontando los días que debía vivir aquí antes de acabar en la horca. He de reconocer que su frialdad me sorprendió, incluso llegó a asustarme en ocasiones. Recuerdo una ocasión, después de llevarles aquellos tarros llenos de comida que ni los perros olerían, aquel chico me devolvió uno de los tarros y me pidió que le plantase un manzano y lo volviese a llevar a su celda. No tenía nada que perder por ello, así que cumplí su deseo, que él me recompensó con una sonrisa.
Los días pasaban y él seguía inexpresivo, comiendo lo que necesitaba y cuidando aquella pequeña maceta con tanto mimo.
Finalmente, llegó el día de su ejecución y no pude resistirme a preguntarle por qué me pidió aquello hace ya tanto tiempo.
─Es simple; incluso si mañana se acabase el mundo, hoy plantaría un manzano.
[...]
Me acerqué a la muchedumbre que observaba la ejecución en la plaza. El chico estaba preparado para morir y la imagen resultaba, cuanto menos, deprimente. Reflejaba cuan cruel podía ser el mundo frente a una mínima esperanza. Subió las pequeñas escaleras y esperó a sentir la soga alrededor de su cuello. La trampilla cedió y él se agitó, intentando encontrar un soporte invisible que pudiese salvar su vida. No aparté la mira hasta que su cuerpo dejó de convulsionarse. Me quedé allí largo tiempo, siendo de las últimas personas en retirarme de la plaza. El único motivo por el que se podría culpar a ese chico habría sido de querer vivir. Pese a todo, de algún modo, su historia me hizo cambiar mi percepción de la vida. Trasplanté aquel pequeño manzano en el jardín que poseía detrás de mi casa; y no hay día que no lo cuide con todo mi esmero. Alberga demasiada esperanza como para dejarlo morir sin más.
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