Nota de la autora: A ver, este relato incluye ideas sobre nazismo, lo cual quiero dejar claro que NO COMPARTO DICHOS IDEALES, es un relato simple que quiero dedicar a @_RodrigoRuiz_ por pedirme que lo escribiera. No es muy fuerte; de todos modos, leerlo bajo vuestra responsabilidad.
No recuerdo bien el número de cigarrillos que había consumido ese día. Las paredes grises de aquella sala no nos gustaban a ninguno de los dos; lo sé porque tus ojos se tornaban tristes cuando evitabas mirarme y te veías obligado a observar la sala. Recuerdo que movías mucho las manos y parpadeabas en exceso. Sigo sin comprender por qué estabas tan nervioso, ¿te asusta un viejo diablo? Te miré en silencio y te pedí que comenzásemos, lo cual aceptaste encendiendo la grabadora. Vaya alguien más morboso que deseaba escuchar los relatos del infierno. Ah, allá vamos, pues.
-¿Qué mejor manera para comenzar más que presentándome? Mi nombre es Harold Petrov, de antepasados rusos y alemanes. Nací y crecí en la hermosa ciudad de Berlín. Mis padres estaban muy bien acomodados, económicamente hablando. Tenía una hermana, Gretel, que murió a la edad de doce años debido a leucemia. Estudié y me formé como un hombre culto, algo que, sin saberlo aún, me sería muy útil. Cumplí los veinte años poco antes que el brillante y misericordioso general Adolf Hitler llegase al poder. Jamás tendré palabras suficientes para explicar lo que sentía cuando le oí en la radio por primera vez; los escalofríos que me recorrían una y otra vez la médula espinal y como me brillaban los ojos ante sus ideas. Usted no lo comprende ni lo hará, pero esas ideas eran tan justas... Así que me alisté al ejército para luchar por mi patria y cumplir los deseos del Führer. La raza aria era la única que debía pervivir, mientras que el resto de razas -principalmente judíos- debían morir y no dejar ningún rastro. Acabé en lo que llamábamos campos de exterminio. Solían venir enormes trenes llenos de esa asquerosa gentuza que el Führer deseaba ver muerta. Todos te miraban con esa expresión apenada que me provocaba arcadas. Por tu expresión, Frank, ¿era Frank?, sí bueno, por tu expresión parece ser que no compartes mis ideales; pero deberías haberlos visto con mis propios ojos y conocerías cuanto asco sentía por ellos. Rápidamente les almacenábamos como ratas, aunque a veces los fusilábamos sin compasión. Ya sabe, teníamos que matar el tiempo de algún modo. Odiaba cuando lloraban, aquellos seres no merecían lamentarse, así que solía disparar sin pensarlo dos veces. Una tradición allí era apostar cuanta gente acabaría en la cámara de gas en un día.
Una vez, el Führer vino a observar el funcionamiento del campo. Y oh Frank, me dió la mano y me agradeció mi trabajo por la patria y por la nueva raza. JODER FRANK, ADOLF HITLER ME HABLÓ EN PERSONA Y SE SENTÍA ORGULLOSO DE MÍ. Vale, lo siento por gritar, no llames al doctor, estoy bien, estoy bien. Supongo que no querrás detalles de los gritos o del olor a carne humana quemada, ¿verdad? Los hornos gemían por carne, y el cielo se volvía negro cuando nos deshacíamos de esos hijos de puta. Disfrutaba matando, Frank, lo hacía de verdad. Sentía placer por ver sus rostros acongojados por dolor y miedo. Ah, eran tan agradable...
¿Sabes Frank? Yo también tenía mi corazoncito. Llegó una niña de, que sé yo, ¿dieciséis años?, de la que caí enamorado, o eso creo. Tenía unos ojos verdes arrebatadores y una boca de porcelana. Solía ir a su barracón cuando nadie estaba presente y solía cortejarla. Rondaba unos veinticinco años, así que no me costó demasiado. Follamos, Frank, follamos en todas las posiciones que quería; y se la terminaron follando mis compañeros también. Creo que la cría se pensaba que iba a salvarla por follármela. Inocente criatura. Acabó en las cámaras de gas como el resto. Zorra. Supongo que al final las muertes me trastornaron, ¿no dice eso el doctor? Supongo que querrás entrevistar a más de mis compañeros, así que finalizaré mi confesión aquí. Frank, ¿volverás a verme? Siempre podremos vernos en el infierno, ¿no?
lunes, 21 de octubre de 2013
miércoles, 16 de octubre de 2013
El niño llegaba siempre a la misma hora. Cruzaba el enorme portón del cementerio y observaba en silencio el camposanto, aprendiéndose cada mínima forma de aquel lugar. Rara vez variaba el camino hasta aquella insignificante tumba, donde el niño se sentaba y, con el mayor respeto que conocía, depositaba una pequeña rosa; después, se abrazaba las piernas y comenzaba a hablar. Su monólogo era muy improvisado, pese a que él hacía grandes esfuerzos por llevar algún tipo de orden; pero su voz se teñía de una dolorosa nostalgia y de mucha ternura. Cualquiera que pasase por allí podía sentir aquella atmósfera cargada de «te echo de menos» deseando ser pronunciados y oídos. Pasado un tiempo, se secaba las lágrimas de la cara, le daba un último beso a la rosa y murmuraba un tímido «adiós mamá, te quiero».
Cuando se iba, el niño solía acudir a la iglesia, donde el párroco local ─un señor de gran edad que había viajado mucho cuando fue más joven─, le enseñaba a leer, escribir, realizar algunas operaciones simples y latín. El niño se esforzaba al máximo por aprender hasta la última palabra que el anciano pronunciaba; y, después de estudiar, regresaban juntos a una modesta casita. No tenía otro lugar al que acudir, así que el cura lo adoptó; aceptándolo en su casa y sirviéndole de su comida.
A veces el cura lo acompañaba al cementerio y rezaban juntos, e incluso el cura ─o padre, como lo llamaba el niño─, solía hablarle al aire también. El niño no tenía amigos, pero tampoco le entristecía dicho hecho. Simplemente, le restaba importancia de algún modo u otro. Así pasó su infancia, visitando a su madre y aprendiendo.
Como todo el mundo, el niño creció. Y decidió salir de aquel pueblo a conocer el mundo que solía leer en los libros. Y aprendió más de lo que jamás hubiese imaginado. Conoció al amor de su vida, con el que se casó unos años después; y formó una maravillosa familia. O eso me parece a mí; pese a todo, ¿que padre puede hablar mal de sus hijos y que marido puede decir cosas negativas sobre su mujer? Continúo visitando a mi madre de vez en cuando para que no me eche de menos. Quiero que sepa que crecí para tener la familia que ella no pudo formar ni cuidar.
Cuando se iba, el niño solía acudir a la iglesia, donde el párroco local ─un señor de gran edad que había viajado mucho cuando fue más joven─, le enseñaba a leer, escribir, realizar algunas operaciones simples y latín. El niño se esforzaba al máximo por aprender hasta la última palabra que el anciano pronunciaba; y, después de estudiar, regresaban juntos a una modesta casita. No tenía otro lugar al que acudir, así que el cura lo adoptó; aceptándolo en su casa y sirviéndole de su comida.
A veces el cura lo acompañaba al cementerio y rezaban juntos, e incluso el cura ─o padre, como lo llamaba el niño─, solía hablarle al aire también. El niño no tenía amigos, pero tampoco le entristecía dicho hecho. Simplemente, le restaba importancia de algún modo u otro. Así pasó su infancia, visitando a su madre y aprendiendo.
Como todo el mundo, el niño creció. Y decidió salir de aquel pueblo a conocer el mundo que solía leer en los libros. Y aprendió más de lo que jamás hubiese imaginado. Conoció al amor de su vida, con el que se casó unos años después; y formó una maravillosa familia. O eso me parece a mí; pese a todo, ¿que padre puede hablar mal de sus hijos y que marido puede decir cosas negativas sobre su mujer? Continúo visitando a mi madre de vez en cuando para que no me eche de menos. Quiero que sepa que crecí para tener la familia que ella no pudo formar ni cuidar.
Incluso si mañana se acabase el mundo, hoy plantaría un manzano. *
* frase sacada del manga Defense Devil
Ni siquiera sé cómo acabé siendo carcelero; tal vez fueron caprichos de la vida o una sucesión de mala suerte. Sea como sea, he pasado los últimos quince años de mi vida recorriendo estos mohosos y lúgubres pasillos, observando en silencio todos esos rostros condenados a muerte y escuchando los rezos vacíos a toda la corte celestial. No podía evitar sonreír mientras una desagradable acidez me recorría las venas. Una vez dentro de aquí, solo significaba que hasta Dios te había dado la espalda. La mayoría de los allí retenidos tendían a ser inocentes que no se podían pagar la libertad, algo así como pájaros con alas rotas. Tenían familia, trabajo, estudios y verdadera mala suerte, para que engañarnos. Más de una vez había pensado en brindarles la libertad que buscaban, pero no tenía el valor suficiente para afrontar el castigo que me deparaba. Era algo estúpido ya que no tenía nada que perder, pero aún así el pánico me era mejor consejero que el valor.
Hoy llegó un nuevo rehén, un chico no mayor de veinte años. A diferencia del resto, él no lloraba, ni gritaba o pataleaba como un niño pequeño; él estaba en silencio, impasible, afrontando los días que debía vivir aquí antes de acabar en la horca. He de reconocer que su frialdad me sorprendió, incluso llegó a asustarme en ocasiones. Recuerdo una ocasión, después de llevarles aquellos tarros llenos de comida que ni los perros olerían, aquel chico me devolvió uno de los tarros y me pidió que le plantase un manzano y lo volviese a llevar a su celda. No tenía nada que perder por ello, así que cumplí su deseo, que él me recompensó con una sonrisa.
Los días pasaban y él seguía inexpresivo, comiendo lo que necesitaba y cuidando aquella pequeña maceta con tanto mimo.
Finalmente, llegó el día de su ejecución y no pude resistirme a preguntarle por qué me pidió aquello hace ya tanto tiempo.
─Es simple; incluso si mañana se acabase el mundo, hoy plantaría un manzano.
[...]
Me acerqué a la muchedumbre que observaba la ejecución en la plaza. El chico estaba preparado para morir y la imagen resultaba, cuanto menos, deprimente. Reflejaba cuan cruel podía ser el mundo frente a una mínima esperanza. Subió las pequeñas escaleras y esperó a sentir la soga alrededor de su cuello. La trampilla cedió y él se agitó, intentando encontrar un soporte invisible que pudiese salvar su vida. No aparté la mira hasta que su cuerpo dejó de convulsionarse. Me quedé allí largo tiempo, siendo de las últimas personas en retirarme de la plaza. El único motivo por el que se podría culpar a ese chico habría sido de querer vivir. Pese a todo, de algún modo, su historia me hizo cambiar mi percepción de la vida. Trasplanté aquel pequeño manzano en el jardín que poseía detrás de mi casa; y no hay día que no lo cuide con todo mi esmero. Alberga demasiada esperanza como para dejarlo morir sin más.
Ni siquiera sé cómo acabé siendo carcelero; tal vez fueron caprichos de la vida o una sucesión de mala suerte. Sea como sea, he pasado los últimos quince años de mi vida recorriendo estos mohosos y lúgubres pasillos, observando en silencio todos esos rostros condenados a muerte y escuchando los rezos vacíos a toda la corte celestial. No podía evitar sonreír mientras una desagradable acidez me recorría las venas. Una vez dentro de aquí, solo significaba que hasta Dios te había dado la espalda. La mayoría de los allí retenidos tendían a ser inocentes que no se podían pagar la libertad, algo así como pájaros con alas rotas. Tenían familia, trabajo, estudios y verdadera mala suerte, para que engañarnos. Más de una vez había pensado en brindarles la libertad que buscaban, pero no tenía el valor suficiente para afrontar el castigo que me deparaba. Era algo estúpido ya que no tenía nada que perder, pero aún así el pánico me era mejor consejero que el valor.
Hoy llegó un nuevo rehén, un chico no mayor de veinte años. A diferencia del resto, él no lloraba, ni gritaba o pataleaba como un niño pequeño; él estaba en silencio, impasible, afrontando los días que debía vivir aquí antes de acabar en la horca. He de reconocer que su frialdad me sorprendió, incluso llegó a asustarme en ocasiones. Recuerdo una ocasión, después de llevarles aquellos tarros llenos de comida que ni los perros olerían, aquel chico me devolvió uno de los tarros y me pidió que le plantase un manzano y lo volviese a llevar a su celda. No tenía nada que perder por ello, así que cumplí su deseo, que él me recompensó con una sonrisa.
Los días pasaban y él seguía inexpresivo, comiendo lo que necesitaba y cuidando aquella pequeña maceta con tanto mimo.
Finalmente, llegó el día de su ejecución y no pude resistirme a preguntarle por qué me pidió aquello hace ya tanto tiempo.
─Es simple; incluso si mañana se acabase el mundo, hoy plantaría un manzano.
[...]
Me acerqué a la muchedumbre que observaba la ejecución en la plaza. El chico estaba preparado para morir y la imagen resultaba, cuanto menos, deprimente. Reflejaba cuan cruel podía ser el mundo frente a una mínima esperanza. Subió las pequeñas escaleras y esperó a sentir la soga alrededor de su cuello. La trampilla cedió y él se agitó, intentando encontrar un soporte invisible que pudiese salvar su vida. No aparté la mira hasta que su cuerpo dejó de convulsionarse. Me quedé allí largo tiempo, siendo de las últimas personas en retirarme de la plaza. El único motivo por el que se podría culpar a ese chico habría sido de querer vivir. Pese a todo, de algún modo, su historia me hizo cambiar mi percepción de la vida. Trasplanté aquel pequeño manzano en el jardín que poseía detrás de mi casa; y no hay día que no lo cuide con todo mi esmero. Alberga demasiada esperanza como para dejarlo morir sin más.
sábado, 5 de octubre de 2013
Ojo por ojo, diente por diente.
Se sirvió otro vaso de whiskey mientras leía de nuevo aquella carta. Admiraba la curiosa curva que tomaban las mayúsculas, la sobreexplotación de los signos de puntuación e incluso los borrones que ensuciaban la pieza. Era un pequeño réquiem, una infantil despedida. La lluvia caía estrepitosamente sobre la ventana, despreciando la nostalgia que sentía aquel anciano. Él, molesto, abrió la ventana y, en un vano ataque de furia, despotricó contra la lluvia, que incrementó sus ácidas burlas hacia sus recuerdos corrompidos por tristeza y culpa. El viento se abría paso entre la lluvia, encontrando su fatídico final alimentando el fuego de la chimenea. Tiró el vaso, que se hizo añicos contra el suelo; encontrando una buena comparación para el estado de su alma. Miró la frondosa oscuridad mientras gritaba el nombre de la difunta niña. Se le quebraba la voz, pero seguía insistiendo en recuperarla de algún modo. La lluvia le calaba hasta los huesos, pero no sentía frío. Cerró la ventana y se acercó a la chimenea, con el fin de que las lágrimas que empapaban sus vestiduras y piel se fundieran con el aire. Y así fue, pero él no llegaba a sentir el calor que proporcionaba aquel crepitante fuego, haciendo bailar sin parar las llamas. El hombre se levantó y, arrastrando los pies, llegó hasta su habitación. Levantó las baldosas de madera, que contenían su billete de ida -sin vuelta- al infierno. No tuvo conciencia de que lloraba hasta que la caja se tornó húmeda. Sacó el pequeño revolver plateado y lo limpió con mimo, lo cual hizo que el ejecutor brillara con orgullo. Se secó las lágrimas y cerró los ojos mientras acerca la pistola a su sien.
—Ojo por ojo, diente por diente.
—Ojo por ojo, diente por diente.
Kaboom.
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