Helen abrió los ojos, avergonzada. Había vuelto a soñar despierta. Soñaba que sus padres seguían vivos, que tenían una casita con jardín y el perro que siempre había deseado. Que tenía muchas amigas con las que jugar y muchas barbies a las que peinar y vestir. Suspiró. Sus ilusiones eran tan reales que dolían. Miró a su alrededor. Vivía en un orfanato de la ciudad. Las paredes desnudas con manchas de humedad inundaban ese pequeño territorio que la habían asignado. El suelo, que algún día fue un lindo parqué, solo quedaba una triste e improvisada alfombra. No había muchos niños en el edificio, pero los suficientes como para que ella pudiese hacer amigos. Nunca lo hizo.
Se levantó de la sillita y echó a andar escalera abajo. Se dirigía a la biblioteca del orfanato, lugar donde era frecuente encontrarla. La encantaba la lectura. Era de los niños más cultos en aquel orfanato, y los cuidadores lo sabían. Por eso querían buscarla una casa, porque ella merecía una casa de verdad.
Por el camino, se paró delante de un espejo. Se observó sus cabellos pelirrojos y sonrió. La habían dicho que eran de su madre, y sus ojos azules de su padre. Su ropa estaba hecha jirones, el orfanato no se podía permitir ropa nueva. Siguió andando, y un brillo especial apareció en sus ojos cuando llegó a la biblioteca. La bibliotecaria, una anciana de sonrisa dulce la acentuaban las arruguitas alrededor de los ojos, la sonrió a modo de saludo, y Helen se dio por bienvenida. Cogió una obra de Bécquer y comenzó a leer. Adoraba a Bécquer, pese a su corta edad, siempre lo había hecho. Leyó hasta bien entrada la tarde, y volvió a depositar el libro en su lugar de origen cuando se dio por satisfecha.
La cena, una triste sopa y las salchichas de siempre, no la sació, pero no podía pedir más. Sabía que eran de los orfanatos más afortunados, que al menos disponían de una biblioteca y comida mínimamente decente. Sonrió. En el fondo, tampoco tenía tan mala suerte. Se levantó de las primeras, como era costumbre, y acercó su plato a la barra donde trabajaban las cocineras. Ellas la sonrieron, y ella no hizo menos que devolverles la sonrisa.
Subió lentamente a su habitación, como si quisiese recordar los escalones que formaban su camino. Deshizo la cama lo suficiente como para poder entrar ella y se acurrucó entre las mantas, intentando mantener el poco calor que conservaba.
Derramó unas pocas lágrimas por sus padres, como siempre hacía, y luego se secó suavemente las lágrimas.
Bueno -pensó-, tampoco he tenido tan mala suerte. Desde aquí, mamá y papá, y los abuelos pueden verme desde el cielo, estoy segura.
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