domingo, 29 de abril de 2012

Momentos de un enfermo terminal.

El pequeño Joseph salió de la cama dando un pequeño saltito y se acercó a la ventana. El sol le acariciaba cariñosamente las mejillas. Los niños jugaban, reían y se gritaban entre ellos en el parque que había delante. Joseph los envidió profundamente. Él apenas podía salir de esa habitación.
Se volvió hacia su cama y se sentó. El sonido del reloj le martilleaba los oídos, pero intento hacer el máximo caso omiso a ello. Paseó la mirada por esa habitación que prácticamente se sabía de memoria: su consola y sus juguetes en la estantería de la derecha, flores a la izquierda, su medicación en la mesilla, la televisión arriba y la ventana detrás. La puerta, situada a la derecha del todo, se abrió, dejando pasar a sus amigos Jake y Andrew acompañados de una enfermera. Compartieron una mirada de complicidad y se mantuvieron en silencio hasta que la enfermera se retiró con una sonrisa. Entonces, rompieron a reír e hicieron su saludo secreto. Rieron, y tuvieron que taparse la boca para no gritar. Joseph tosió fuertemente, y tuvo que tumbarse en la cama. Ellos se miraron y agacharon la cabeza. La enfermedad de Joseph iba a peor, y sabían que no viviría mucho más; por eso, querían que disfrutase en todo momento. Querían recordarle feliz.
Pasaron la tarde con él, pero tenían que volver a casa. Se despidieron de él y salieron silenciosamente. Joseph se tumbó y, sin darse cuenta, se quedó dormido.
Soñó que el médico le decía que podía volver a casa, y su madre y su padre le esperaban con una gran tarta de chocolate. Jake y Andrew también estaban allí. Y lloró de felicidad.
Cuando se despertó, aún tenía las mejillas mojadas a causa de las lágrimas. Se tomó el desayuno rápido y se puso a jugar con su Action Man preferido. Sus padres, cuando llegaron, le abrazaron y rompieron a llorar. Él no sabía el motivo, pero los abrazó a su vez y les prometió que todo iba a ir bien.
Pasaron poco a poco los días, hasta que una tarde, sus amigos y sus padres le fueron a visitar juntos. Le dijeron a Joseph que se iba a poner bien. Les temblaba la voz, y lloraban. Joseph lloró también, pero les prometió que todo iría bien, y que les quería mucho.
A la mañana siguiente, el brillo de sus ojos se había apagado.

domingo, 22 de abril de 2012

Abuelito, te quiero mucho.

El pequeño niño recogió rápidamente las pinturas y los dibujos que había en la mesa, se los entregó a su maestra y caminó lo más rápido que sus piernecitas le permitieron a por su abrigo. Y, sin habérselo atado correctamente, salió corriendo. A la puerta le esperaba su abuelo, un hombre de estatura media, con una alegre sonrisa en los labios y falta de pelo en la cabeza. Cuando le vio salir, se le acentuaron unas pequeñas arruguitas alrededor de los ojos debido a su sonrisa. El niño le abrazó con mucha fuerza, y anduvieron sin prisa hasta el parque. El niño le contaba que tal le había ido en el cole, que su amigo y él habían metido un gol en el recreo, que Ana (la niña que le gusta) le ha dado un beso en la mejilla, y que la seño ha dicho que su dibujo era muy bonito. En el dibujo estaban retratados su abuelo y él mismo.
Jugaron juntos, rieron y merendaron. Al pequeño niño le gustaba mucho que fuese su abuelo el que fuese a recogerle. Luego, su abuelo le contaba un cuento, le abrazaba, y sabía que nada malo podía pasarle en ese momento. Y así eran todas las tardes.
Hasta que, un día, se llevaron a su abuelito. No le pudo decir adiós, o darle un último abrazo. Tampoco pudo decirle cuanto le quería, y no tuvo oportunidad de contarle su cuento favorito. Simplemente, subió al cielo sin despedirse de él. Se había ido. Pero sabía que, por muy lejos que se encontrase, siempre le estaría viendo desde el cielo.

Nota de la autora: ¿Que qué quiero por mi cumpleaños? Subir al cielo, darle un abrazo a mi abuelo, y volver.

sábado, 14 de abril de 2012

¿Me estáis viendo, papás?

Helen abrió los ojos, avergonzada. Había vuelto a soñar despierta. Soñaba que sus padres seguían vivos, que tenían una casita con jardín y el perro que siempre había deseado. Que tenía muchas amigas con las que jugar y muchas barbies a las que peinar y vestir. Suspiró. Sus ilusiones eran tan reales que dolían. Miró a su alrededor. Vivía en un orfanato de la ciudad. Las paredes desnudas con manchas de humedad inundaban ese pequeño territorio que la habían asignado. El suelo, que algún día fue un lindo parqué, solo quedaba una triste e improvisada alfombra. No había muchos niños en el edificio, pero los suficientes como para que ella pudiese hacer amigos. Nunca lo hizo.
Se levantó de la sillita y echó a andar escalera abajo. Se dirigía a la biblioteca del orfanato, lugar donde era frecuente encontrarla. La encantaba la lectura. Era de los niños más cultos en aquel orfanato, y los cuidadores lo sabían. Por eso querían buscarla una casa, porque ella merecía una casa de verdad.
Por el camino, se paró delante de un espejo. Se observó sus cabellos pelirrojos y sonrió. La habían dicho que eran de su madre, y sus ojos azules de su padre. Su ropa estaba hecha jirones, el orfanato no se podía permitir ropa nueva. Siguió andando, y un brillo especial apareció en sus ojos cuando llegó a la biblioteca. La bibliotecaria, una anciana de sonrisa dulce la acentuaban las arruguitas alrededor de los ojos, la sonrió a modo de saludo, y Helen se dio por bienvenida. Cogió una obra de Bécquer y comenzó a leer. Adoraba a Bécquer, pese a su corta edad, siempre lo había hecho. Leyó hasta bien entrada la tarde, y volvió a depositar el libro en su lugar de origen cuando se dio por satisfecha.
La cena, una triste sopa y las salchichas de siempre, no la sació, pero no podía pedir más. Sabía que eran de los orfanatos más afortunados, que al menos disponían de una biblioteca y comida mínimamente decente. Sonrió. En el fondo, tampoco tenía tan mala suerte. Se levantó de las primeras, como era costumbre, y acercó su plato a la barra donde trabajaban las cocineras. Ellas la sonrieron, y ella no hizo menos que devolverles la sonrisa.
Subió lentamente a su habitación, como si quisiese recordar los escalones que formaban su camino. Deshizo la cama lo suficiente como para poder entrar ella y se acurrucó entre las mantas, intentando mantener el poco calor que conservaba.
Derramó unas pocas lágrimas por sus padres, como siempre hacía, y luego se secó suavemente las lágrimas.
Bueno -pensó-, tampoco he tenido tan mala suerte. Desde aquí, mamá y papá, y los abuelos pueden verme desde el cielo, estoy segura.