viernes, 6 de febrero de 2015
Abaka.
No sé si me estoy muriendo o si llevo horas muerto ya, pero he dejado de ver la belleza de las flores, o las olas del mar rompiendo gentilmente contra mis pies, así como el sol calentándome las mejillas, como tampoco tu voz gritando mi nombre. Si, esto es lo último que recuerdo, un paso de peatones y luego las ganas insuficientes de decirte adiós. Me habría gustado conocerte más, ya que lo único que sé de ti es lo bonita que es tu sonrisa en el metro o lo mucho que te gusta la poesía de Bukowski. Siempre cogíamos el mismo tren, a la misma hora y en la misma estación; un hecho que no nos permitía contener la risa cada vez que nos cruzábamos. Hoy quería regalarte un libro, ¿y por qué no? invitarte a cenar en el restaurante de la esquina; aunque seguramente el libro siga en mi bolsa y la cena se haya quedado fría, sin siquiera haber sido servida. No sé si esto es amor o algo a lo que aferrarme, pero pensar en tus conseguía que me ahogase más despacio. O quizás no me estoy ahogando. Para serte sincero, me siento como si estuviese en una bañera. Es una bañera grande, es bonita, el agua está templada, me resulta muy agradable; y poco a poco voy hundiéndome, viendo el mundo desde debajo del agua. La verdad es que poco me importa, esto se siente como morir en tus brazos. Entonces te veo ahí, mirándome cabreada y dolida, reprochándome el hecho de que no me importase morir sin ni siquiera haberla dicho quien era mi poeta favorito. Puestos a elegir, prefería dejar que el agua se hiciese paso hasta mis pulmones, pero me obligué a salir de la bañera. Entonces, con mucho esfuerzo, abro un poco los ojos; quiero hablar, pero tengo la boca seca y me duele. Emito un gruñido gutural. Te atisbo con el rabillo del ojo, y me cuesta distinguir el sonido que hace el libro que leías (seguramente, lo estabas leyendo en alto únicamente para mí), y el movimiento que recorren tus manos para taparte la boca mientras llorabas. Te acercaste a mí casi sin creerlo, y quise sonreírte un poco para que dejases de llorar; hiciste una mueca rara, un intento de sonreír, pero no podías dejar de llorar. Entonces, mientras oía la puerta abrirse, murmuré como mejor pude "–Mi favorito es Rimbaud."
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