miércoles, 21 de agosto de 2013

Broken wings.

Me desperté de golpe, sintiendo la sangre huir de mi rostro. Miré el despertador, 5:29 am. El sol ni siquiera se había asomado, aunque las nubes seguramente trataban de ocultarlo. El colchón estaba manchado de sangre, y las vendas de mis muñecas presentaban un perturbante rojo que me trajo los recuerdos de aquella noche. Una vez, me hice daño a mí misma. Me rompí las alas con las que planeaba volar lejos de aquí. Me reí amargamente mientras sentía que las lágrimas me ardían en los ojos, así que parpadeé varias veces para no dejarlas caer. No me iba a dar la satisfacción de derrumbarme de nuevo. Abrí el armario y saqué el primer pantalón y sudadera que mis manos encontraron, y me vestí despacio, temiendo romperme si lo hacía demasiado deprisa. Rompí a llorar. ¿Acaso podía romperme más aún? ¿Mi alma aún no estaba suficientemente destrozada? Terminé tragándome las lágrimas y saliendo a la calle.
Llovía a cántaros, mezclándose con la humedad que las lágrimas habían dejado a lo largo de mis mejillas, limpiándolas. No había mucha gente por la calle, abundando entre esta minoría oficinistas y empresarios que estaban obligados a madrugar. Me reí. ¿Viviría lo suficiente para tener un trabajo o una casa? ¿Me casaría algún día? Me miré la muñeca. La venda estaba empapada de sangre y agua, tal vez debería cambiarla luego. Sí, creo que debería.
No sabía a donde ir o que hacer, todos los locales estaban cerrados y la única gente que pasaba iba con traje y prácticamente corriendo; así que acabé sentándome en un portal, abrazándome las rodillas con tanta fuerza que incluso me dolía. Un pequeño ladrido me hizo levantar la cabeza. Un perrito empapado me miraba fijamente. Lo miré también. No tenía collar, así que seguramente estuviese abandonado. Me levanté, sacudí la cabeza y me fui de aquel portal. Me giraba de vez en cuando y aquel perrito me seguía. Me reí en voz baja. Tal vez me lo pudiese llevar a casa. Me daría una razón para no dejar que se me rompan las alas otra vez. Lo cogí en brazos y regresé a casa. Íbamos a volar, aunque nos costase. De una vez por todas.

Relato cortito.

Acabó aquella estrellita de papel azul y la metió en el bote. La anciana sonrió, recordando las palabras que su madre la repetía cuando era una cría: "Reúne mil estrellas de papel y se te concederá un deseo." Sabía que no era real, pero su ilusión no decreció, y aquellos botes así lo confirmaban. No sabía ni siquiera que iba a desear, pero cuando llegase el momento, lo sabría. Y tal vez se le concedería.
Se levantó y dejó el bote en la estantería donde estaba el resto, cogiendo la única foto que adornaba ese estante. Era la última foto que se sacaron juntos, y estaban en la playa. Ambos sonreían con fuerza. La fecha databa del 93. Volvió a dejar la fotografía en su sitio y se sentó en su mecedora, hasta que el perro la rozó las piernas, haciéndola saber las ganas de salir que tenía. Era la única compañía que tenía, ya que nunca pudieron tener hijos a causa de un problema con su útero. Se levantó en busca de la correa y salió con el perro. Había un parque muy agradable cerca de su casa donde solían acudir a menudo. Era un sitio bonito, la verdad, y tenía algún que otro quiosco; y un laguito con patos que su perro siempre quería cazar. Se sentó en un banco cerca de aquel lago y observó los patos hasta que una voz masculina la devolvió a la realidad. Un anciano un poco más mayor que ella se había sentado a su lado, brindándole conversación.
La mañana se pasó volando, y el anciano  no la había soltado la mano desde que se presentó. Se despidieron con dos besos y quedaron en volver al banquito mañana.
La anciana se fue, sonrojada y tonta como una adolescente. Bueno, tal vez no era demasiado tarde para enamorarse de nuevo.