Respiré
hondo. Necesitaba distraerme, así que
observé una vez más el panfleto que me habían proporcionado apenas unos días
antes, cuyo título rezaba “TODOS
MERECEMOS UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD”, acompañado de una retahíla de
patrocinadores. Me encontraba nerviosa, me sudaban las manos y la ansiedad
emponzoñaba todo mi cuerpo. Mi marido no
tardó mucho en llegar –o quizás sí, había perdido la noción del tiempo hace
rato–. Me repetía una y otra vez lo bonita que estaba y lo orgulloso que se
sentía de mí. No le creí.
Había sido invitada a contar mi historia; pero a cada
segundo que pasaba, me arrepentía un poco más. Agarré fuertemente el panfleto,
como si algún tipo de deidad estuviese allí atrapada y fuese a otorgarme la
fuerza de voluntad que tanto necesitaba. El bullicio del público era cada vez
mayor y, por tanto, mi miedo también. ¿Qué ocurriría si me quedase en blanco?
¿Y si mi historia les aburría? Eran tan abrumadoras mis inquietudes que estuve
al borde de un ataque de pánico. El
silencio se fue alojando en la sala poco a poco y fue el momento en el que mi
marido me dio un último apretón de manos y me dijo que era hora de salir. Me temblaban
las piernas y no sé cómo conseguí que mi aparato locomotor se coordinara
correctamente para evitar que tropezara. El público estaba ahí, en silencio,
expectante. Las lágrimas amenazaban con humillarme; aunque parpadeé varias
veces y me aclaré la voz. Había venido con algo que quería ser contado, y no me
iría hasta haber cumplido tal deseo.
–Buenas
tardes. Si les puedo ser franca, no sé muy bien como comenzar. ¿Debiera
presentarme primero, o quizás hablarles de mi historia? Sé lo que piensan, “¿Cómo? ¿Ha venido sin prepararse, como mínimo,
un guión?”. Créanme que lo intenté, pero las palabras rehusaban a tener un
orden coherente, así que creo que lo más educado es presentarme. Mi nombre es
Diana y tengo 36 años. Mi infancia no fue triste, éramos una familia feliz, la
mejor que habría podido desear. Mis padres tenían la suerte de poder trabajar
ambos y mi hermano y yo estábamos muy unidos; se esforzaron mucho en que jamás
nos faltase de nada, incluso si eso significaba menos caprichos para ellos.
La espiral de decadencia en la que mi vida quedó
atrapada comenzó cuando tenía 10 u 11 años. En el colegio, nos preguntaron que
queríamos ser de mayor. Las niñas querían ser princesas, cantantes, actrices,
profesoras, querían serlo todo; al igual que los niños, que soñaban con ser
policías, futbolistas famosos o astronautas. El problema es que yo nunca había
pensado que quería ser de mayor, nunca había soñado con ser nada. A los 14
años, tuvimos que escribir sobre nuestra personalidad. Cuando llegué a casa,
les pregunté a mi familia sobre mi personalidad; más tarde, me senté delante
del escritorio durante toda la tarde. ¿Y saben? Le entregué un folio en blanco
al profesor. Yo no era nada, no era nadie. No tenía sueños, no tenía
ambiciones; solo quería sacar buenas notas y ser un orgullo para mi familia. ¿Y
todo para qué? Es algo que aún sigo preguntándome.
Mi padre fue ascendido en el
trabajo, y nos vimos obligados a mudarnos; comenzando así de cero en una nueva
ciudad. Tendría 17 años por aquel entonces, y mi primer día en el instituto fue
desastroso, ya que no tenía facilidad para entablar conversaciones con mis
compañeros. Los días pasaban, y para mi propia sorpresa, encontré amigos. Eran
el típico grupo de chicos malotes,
los típicos alumnos que se saltaban las clases y siempre se les podría encontrar
fumando en los baños. Ya conocen el refrán, “dime con quién andas y te diré quién eres”, así que pueden imaginar
lo que fue mi futuro con ellos, ¿no? Terminé en el mundo de las drogas y del
alcohol, abandonando así mis estudios. Mi familia hizo cuanto pudo por mí; pero
cansada de ellos, hui de casa y me fui a vivir con una chica del grupo,
Victoria. Mi vida pasó a ser sexo, drogas y una libertad que me sigue
persiguiendo todavía. Acabé embarazada con 18 años; ni siquiera sabía quién era
el padre y, en el caso de saberlo, nos dejaría igualmente a nuestra suerte, así
que tuve que dar al bebé en adopción. Mis amigos se habían cansado de mí, porque
una tía preñada era un coñazo; así
que me quedé sola, sin dinero, sin una casa y sin estudios. Se me revolvían las
tripas con pensar en acudir a casa, así que encontré el camino fácil en la
prostitución.
Recuerdo la
noche en la que comenzó mi camino de vuelta para salir de este infierno. No
había dormido nada esa noche. Miré el reloj, creo que eran las tres o las
cuatro de la mañana y busqué a tientas mi ropa, mordiéndome el labio con fuerza
para evitar romper a llorar. Me vestí como mejor pude, me metí el dinero en el
bolso y cogí el paquete de cigarros que había encima de la mesilla. Aquel
hombre roncaba ruidosamente, lo que me ayudó a silenciar la salida. Nevaba
copiosamente, y la ropa que llevaba no era la adecuada para un día como aquel.
Una noche más, había vuelto a hacerme daño, a vender mi cuerpo al primer hombre
que oliese a dinero. Me ajusté el abrigo y me encendí un cigarro. Encontré un
portal donde resguardarme de la nieve, al menos por el momento. Seguía sin
entender como mi vida había llegado a un punto tan lamentable; era incapaz de
recordar a la mujer que se escondía bajo el maquillaje y los tacones de aguja,
había olvidado lo que era la dignidad a medida que más deplorable se tornaba mi
vida, dejando atrás mi respeto según cuantos hombres se acostaban conmigo en
una noche, abandonando mi verdadera identidad a base de alcohol. Me había
convertido en una muñeca rota cuya función era ser violada a cambio de dinero y
drogas. Rompí a llorar. Yo quería tener sueños, quería tener algo por lo que
luchar, algo que me obligase a levantarme cada día.
Ni siquiera tenía ánimos
para llamar un taxi y regresar a casa; un local con un colchón y mantas raídas
complementado por un baño de dudosa higiene. Cerré los ojos y creo que llegué a
quedarme dormida, aunque solo hubiese sido por media hora. Me obligué a abrir
los ojos y a irme de allí, no quería asustar a ningún vecino. Me levanté a
duras penas y comencé a andar sin rumbo fijo. No tenía nada que perder, no
tenía a nadie esperándome en casa, no tenía un jefe que me gritase por llegar
tarde. Añoraba esos pequeños detalles que la gente poseía, pese a que ellos no
daban importancia. Es duro vivir en estas condiciones, pero lo era más cuando
la gente a tu alrededor ignoraba lo que tenía, seguros de que jamás lo
perderían.
Llegué hasta el puente de los suicidas; por el
nombre, se deduce que macabros accidentes solían realizarse aquí. Más de una
vez había sido yo una de las personas que iban a acabar con su vida, pero
siempre me acobardaba y regresaba a la acera. Había un chico preparado para
saltar, y sentí una urgente necesidad de evitar tal cosa. Le grité que se
detuviese, pero no me oyó. Estaba abstraído en su mundo, aceptando lo que iba a
ocurrir. Volví a gritarle, y esta vez sí pareció escucharme. Me acerqué hasta
donde se encontraba y le pedí que se lo pensara una segunda vez, que estaba
dispuesta a ayudarle, pero para ello necesitaba que volviese a la acera. Su
contestación fue “váyase al infierno,
usted y su maldita hipocresía”. Me enfadé. Le grité y él hizo lo mismo.
Encontré así una manera de distraerle, así que reté su orgullo, lo que le
obligó a bajar del borde del puente. No debía estar muy seguro de querer morir,
si con algo tan absurdo como una discusión con una desconocida le hizo cambiar
de idea, pero gracias a mi osadía conseguí que aceptase tomar un café conmigo
y, al menos, una oportunidad para hacerle ver que las cosas pueden ir mejor. Y
no solo lo hice, sino que conseguí que incluso yo misma lo creyera.
Reuní el
valor de regresar a casa, donde me aceptaron con los brazos abiertos, como al
hijo pródigo de la Biblia. Comencé a
ir a un centro de rehabilitación. Este chico –cuyo nombre era Carlos– y yo
comenzamos a quedar más, convirtiéndonos en confidentes el uno del otro.
Acabamos casándonos tras unos meses, y pedimos un préstamo al banco para abrir
un pequeño local, una panadería. ¿Saben cuándo supe que se me había otorgado
una segunda oportunidad? Fue cuando entró nuestro primer cliente. Por primera
vez en años, la mercancía a vender no iba a ser mi cuerpo. El negocio nos está
yendo bien, y estamos ahorrando para comprar una casita en las afueras. Esta es
mi historia, mi segunda oportunidad. Quiero pedirles algo. Me gustaría que
recordasen que todos ustedes tienen una segunda, una tercera, una cuarta, el
número de oportunidades que haga falta para volver a intentarlo. Sean sus
propios héroes, señoras y señores, y así puedan tener una historia que contar
al mundo para que alguien –sus hijos,
sus compañeros de trabajo, incluso desconocidos– puedan aprender algo de ella.
Gracias por su atención y gracias por haber venido.
Los aplausos comenzaron a ocupar cada rincón del
auditorio. Me despedí una vez más y salí del escenario, donde me esperaba mi
marido. Me sonrió con fuerza y me quitó dulcemente las lágrimas de la cara.
Había sido muy valiente.