domingo, 17 de marzo de 2013

Réquiem por unos sueños rotos.


E
l muchacho anduvo sin rumbo fijo. Se acercaba a las vallas, observaba el río, volvía a recordar y seguía andando. No sabía qué hacía, o el por qué. Pero eso no fue motivo para detenerlo.
Optó finalmente por un pequeño y apartado banco que estaba delante del río. No pasaba mucha gente, y podría pensar con calma. Y era algo que se agradecía. Retiró un par de hojas caídas para poder sentarse, pero pronto volvió a recubrirse de ellas, que caían nostálgicamente. Suspiró y se resignó a la idea de que estaría rodeado de hojas.  Se sentó en silencio, subió el volumen de la música y cerró los ojos.  Creyó quedarse dormido hasta que una ronca y desgastada voz le hizo volver a la realidad.
Un anciano se había sentado a su lado.  El muchacho tampoco formuló ninguna queja. El señor no era más que otro anciano cualquiera que disfrutaban de pasear por aquel tranquilo parque. Un destrozado sombrero era acompañado con un raído abrigo, una vez lujoso y bello. Unos pequeños zapatos grises y un viejo andador complementaban toda su persona.  El muchacho lo observó en silencio, y pronto volvió al mundo en el que podía evadir todo lo que le rodeaba. El señor no tardó en hacerle abrir los ojos de nuevo, pese a que en ningún momento se giró a comprobar si el muchacho lo escuchaba o no. Simplemente, posó sus cansados y sabios ojos en algún punto en la lejanía y comenzó a hablar.

-Para comenzar–Carraspeó suavemente, aclarándose la voz, ronca de su poco uso-.  Confío sinceramente en que mi presencia aquí no te incomode, muchacho. –El muchacho asintió, dando a entender que no era ninguna molestia.- Paseaba como cualquier persona más, y de pronto te he visto aquí solo. ¿Y sabes? Creo que eres la persona con la que necesitaba hablar. Sí, no ignoro el hecho de que somos meros desconocidos, pero eso lo hace todo más fácil. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis? ¿Diecisiete? Seguro que rondas esa edad. Y seguro que tienes una novia guapísima. ¿A vuestra generación os siguen gustando las chicas castañas con curvas? ¿Y qué me dices de tus padres? Seguro que son unos pesados con los estudios, ¿verdad? –rio levemente cuando él asintió-. Pero lo hacen por tu bien. Ojalá yo hubiese podido ir a la escuela también. Supe lo básico para ganarme unas perras; leer, escribir y hacer operaciones simples. Y el resto, muchacho, te lo enseña la carrera de la vida, en la universidad de la calle. ¿Sabes? Yo tenía una muchacha a la que me gustaba cortejar con flores y sonatas en su balcón. Se llama Rosalía, tenía unos hermosos y carnosos labios. Y su pelo. Su pelo era magnífico, de un color azabache que enloquecía. Cuando la mirabas a los ojos, sentías que podías ver tu alma reflejada en sus brillantes pupilas. Y sus manos. Sus caricias eran comparables a las de una madre. Podría hablar de toda ella, pero jamás terminaría. No era una simple ‘novia’, era una amiga, una amante, una alma gemela, una hermana. Era el amor de mi vida.  Nuestros padres no apoyaban nuestra relación, pero no era algo que nos importase realmente. Y hablando de padres, los míos siempre habrían podido ser mejores. Pero los quería como a nadie. Y llegó la época en la que tuvimos que marchar al ejército. Rosalía lloraba. Notaba como los añicos de mi alma se caían al suelo cuando ella lloraba. Prometí que volvería a rescatarla en un corcel blanco, y ella sería la princesa más bonita. Nunca volví a verla. La muerte me la arrebató; a mí bella Rosalía. Y, aún insatisfecha, también me privó de mis padres. Y los siguientes fueron mis compañeros del ejército. Nos sorprendieron en un edificio. No tuvimos tiempo de reaccionar. Un bombardeo sembró la muerte en todas las salas. Recuerdo que no fuimos muchos los que sobrevivimos; y, por desgracia o por fortuna, yo me encontraba entre ellos.  Durante una larga época, deseé estar muerto.  Me habían arrebatado todo lo que tenía en el mundo, y había sido condenado a una maldita silla de ruedas.  Tengo cicatrices. Todas de guerra. Pero muchas de las batallas que libré, fueron contra mí mismo. Caí en el alcohol. Malviví durante años. Me planteé seriamente el suicido. Un pequeño ‘boom’ y todo habría acabado. Y podría volver a ver a Rosalía… Pero recordé mi promesa. La verdad es que aún no había encontrado un corcel digno de llevarme con Rosalía, así que decidí seguir luchando. Poco a poco, con mucha ayuda y rehabilitación, dejé el alcohol. Con mucho esfuerzo, logré recuperar parcialmente el movimiento en las piernas.  Me compré una casita pequeña y modesta, lo suficiente para mí. ¿Y sabes cuál es una de las pocas razones por las que sigo aquí? Es un chucho.  Un chucho blanco y pequeño.  Lo encontré abandonado; y como a mí me otorgaron una segunda oportunidad para vivir, él también la tendría. Se llama Elvis. Y debe estar esperándome en casa, así que es hora de volver ya. ¿Por qué he decidido contarte esto? Realmente no lo sé. Pero lo necesitaba. Llámalo réquiem por unos sueños rotos.  Espero, de todo corazón, que puedas disfrutar plenamente de tu vida. Pero, si por azar o por mala suerte, la vida te da la espalda, te pido como amigo, como desconocido, como el padre que nunca fui, como sobreviviente que nunca, nunca te rindas. No mires atrás a no ser que sea para sonreír. Nunca te pares, sigue andando hacia delante. Y lucha, por lo que más quieras, lucha. Porque, aunque muchas veces no puedas verlo, merece realmente la pena. Y bueno muchacho, espero no haberte hecho incomodar con este improvisado monólogo. Ojalá algún día nos volvamos a encontrar y seas tú quien me cuente sus aventuras en la vida, y sea yo quien pueda aprender algo de ello. Gracias por haberme escuchado. Hasta pronto.

El señor se levantó con ayuda de su andador, y con calma, se fue alejando entre la gente.  El muchacho, en silencio, dio vida a dos pequeñas lágrimas. Aquel extraño le había dado la respuesta que ansiaba. Iba a seguir luchando.