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l muchacho anduvo sin rumbo fijo. Se acercaba a las vallas,
observaba el río, volvía a recordar y seguía andando. No sabía qué hacía, o el
por qué. Pero eso no fue motivo para detenerlo.
Optó finalmente por un pequeño y apartado banco que estaba
delante del río. No pasaba mucha gente, y podría pensar con calma. Y era algo
que se agradecía. Retiró un par de hojas caídas para poder sentarse, pero
pronto volvió a recubrirse de ellas, que caían nostálgicamente. Suspiró y se
resignó a la idea de que estaría rodeado de hojas. Se sentó en silencio, subió el volumen de la
música y cerró los ojos. Creyó quedarse
dormido hasta que una ronca y desgastada voz le hizo volver a la realidad.
Un anciano se había sentado a su lado. El muchacho tampoco formuló ninguna queja. El
señor no era más que otro anciano cualquiera que disfrutaban de pasear por
aquel tranquilo parque. Un destrozado sombrero era acompañado con un raído
abrigo, una vez lujoso y bello. Unos pequeños zapatos grises y un viejo andador
complementaban toda su persona. El
muchacho lo observó en silencio, y pronto volvió al mundo en el que podía
evadir todo lo que le rodeaba. El señor no tardó en hacerle abrir los ojos de
nuevo, pese a que en ningún momento se giró a comprobar si el muchacho lo
escuchaba o no. Simplemente, posó sus cansados y sabios ojos en algún punto en
la lejanía y comenzó a hablar.
-Para comenzar–Carraspeó suavemente, aclarándose la voz,
ronca de su poco uso-. Confío
sinceramente en que mi presencia aquí no te incomode, muchacho. –El muchacho
asintió, dando a entender que no era ninguna molestia.- Paseaba como cualquier
persona más, y de pronto te he visto aquí solo. ¿Y sabes? Creo que eres la
persona con la que necesitaba hablar. Sí, no ignoro el hecho de que somos meros
desconocidos, pero eso lo hace todo más fácil. ¿Cuántos años tienes?
¿Dieciséis? ¿Diecisiete? Seguro que rondas esa edad. Y seguro que tienes una
novia guapísima. ¿A vuestra generación os siguen gustando las chicas castañas
con curvas? ¿Y qué me dices de tus padres? Seguro que son unos pesados con los
estudios, ¿verdad? –rio levemente cuando él asintió-. Pero lo hacen por tu
bien. Ojalá yo hubiese podido ir a la escuela también. Supe lo básico para
ganarme unas perras; leer, escribir y hacer operaciones simples. Y el resto,
muchacho, te lo enseña la carrera de la vida, en la universidad de la calle.
¿Sabes? Yo tenía una muchacha a la que me gustaba cortejar con flores y sonatas
en su balcón. Se llama Rosalía, tenía unos hermosos y carnosos labios. Y su
pelo. Su pelo era magnífico, de un color azabache que enloquecía. Cuando la
mirabas a los ojos, sentías que podías ver tu alma reflejada en sus brillantes
pupilas. Y sus manos. Sus caricias eran comparables a las de una madre. Podría
hablar de toda ella, pero jamás terminaría. No era una simple ‘novia’, era una
amiga, una amante, una alma gemela, una hermana. Era el amor de mi vida. Nuestros padres no apoyaban nuestra relación,
pero no era algo que nos importase realmente. Y hablando de padres, los míos
siempre habrían podido ser mejores. Pero los quería como a nadie. Y llegó la
época en la que tuvimos que marchar al ejército. Rosalía lloraba. Notaba como
los añicos de mi alma se caían al suelo cuando ella lloraba. Prometí que
volvería a rescatarla en un corcel blanco, y ella sería la princesa más bonita.
Nunca volví a verla. La muerte me la arrebató; a mí bella Rosalía. Y, aún
insatisfecha, también me privó de mis padres. Y los siguientes fueron mis
compañeros del ejército. Nos sorprendieron en un edificio. No tuvimos tiempo de
reaccionar. Un bombardeo sembró la muerte en todas las salas. Recuerdo que no
fuimos muchos los que sobrevivimos; y, por desgracia o por fortuna, yo me
encontraba entre ellos. Durante una
larga época, deseé estar muerto. Me
habían arrebatado todo lo que tenía en el mundo, y había sido condenado a una
maldita silla de ruedas. Tengo
cicatrices. Todas de guerra. Pero muchas de las batallas que libré, fueron
contra mí mismo. Caí en el alcohol. Malviví durante años. Me planteé seriamente
el suicido. Un pequeño ‘boom’ y todo habría acabado. Y podría volver a ver a
Rosalía… Pero recordé mi promesa. La verdad es que aún no había encontrado un
corcel digno de llevarme con Rosalía, así que decidí seguir luchando. Poco a
poco, con mucha ayuda y rehabilitación, dejé el alcohol. Con mucho esfuerzo,
logré recuperar parcialmente el movimiento en las piernas. Me compré una casita pequeña y modesta, lo
suficiente para mí. ¿Y sabes cuál es una de las pocas razones por las que sigo
aquí? Es un chucho. Un chucho blanco y
pequeño. Lo encontré abandonado; y como
a mí me otorgaron una segunda oportunidad para vivir, él también la tendría. Se
llama Elvis. Y debe estar esperándome en casa, así que es hora de volver ya. ¿Por
qué he decidido contarte esto? Realmente no lo sé. Pero lo necesitaba. Llámalo
réquiem por unos sueños rotos. Espero,
de todo corazón, que puedas disfrutar plenamente de tu vida. Pero, si por azar
o por mala suerte, la vida te da la espalda, te pido como amigo, como
desconocido, como el padre que nunca fui, como sobreviviente que nunca, nunca
te rindas. No mires atrás a no ser que sea para sonreír. Nunca te pares, sigue
andando hacia delante. Y lucha, por lo que más quieras, lucha. Porque, aunque
muchas veces no puedas verlo, merece realmente la pena. Y bueno muchacho,
espero no haberte hecho incomodar con este improvisado monólogo. Ojalá algún
día nos volvamos a encontrar y seas tú quien me cuente sus aventuras en la
vida, y sea yo quien pueda aprender algo de ello. Gracias por haberme
escuchado. Hasta pronto.
El señor se levantó con ayuda de su andador, y con calma, se
fue alejando entre la gente. El
muchacho, en silencio, dio vida a dos pequeñas lágrimas. Aquel extraño le había
dado la respuesta que ansiaba. Iba a seguir luchando.