Sacó su gastado Stradivarius, su mayor reliquia y su fiel y único compañero, y comenzó a tocar cerrando los ojos. La gente pasaba delante suyo, pero no oía el sonido de las monedas impactando contra la funda de su violín. Tampoco la importó demasiado.
Todos los días tocaba la misma canción, tan triste que se te desgarraba poco a poco el alma. Nunca aprendió a tocar ninguna otra pieza.
Sabía que esa iba a ser su última actuación. Pequeñas lágrimas florecieron de sus cansados ojos, pero no hizo nada por detenerlas. Era su manera de decir adiós a toda esa vida cargada de tristeza, soledad e impotencia. Lloró por su vida, por sus sueños sin cumplir, por su difunta familia y por su violín. No tenía ninguna otra cosa por la que llorar.
Al final del día, recogió el poco dinero que había obtenido y se dirigió al muelle de la ciudad, lugar que frecuentaba todos los días cuando acaba de actuar. Se sentó y se abrazó las rodillas mientras rompía a llorar. Su sueño había sido poder tocar en París, que el público aplaudiera, y sintiese las lágrimas correr por sus mejillas de pura felicidad. Pero aquello donde estaba era lo más distinto que podía imaginar. No quería seguir así. Simplemente, no podía.
Así que, con calma, dejó el dinero recaudado en el suelo, y posteriormente el violín después de haberlo abrazado por última vez. Miró a la ciudad, al cielo, al mar, a todo lo que pudo.
Y se tiró. Sin miedo, sin remordimientos, sin mirar atrás.
Lo único que oyó antes de que su cuerpo impactara dolorosamente contra las bravas olas del mar fue la melodía que tantas veces interpretó: Réquiem por unos sueños rotos.